Érase una vez existía un mundo moderno y civilizado, en un
lugar de su extensa dimensión vivía el personaje de esta historia. Titular de
un bar con las persianas cerradas desde que comenzó el Estado de Alarma al que indujo
la propagación descontrolada de un virus inaccesible; la luz pagada cada día le
salía más cara de lo normal en otras situaciones, el agua que no brotaba de los
grifos al estar los pulsadores inactivos cobraba un valor inaceptable y la
clave de internet llevaba sin funcionar hacía ya cerca de dos meses sin visos
de reiniciar su sentido a corto plazo.
Nuestro personaje en cuestión derrochaba
negatividad leyendo los periódicos, oyendo en el teléfono móvil la emisora
preferida en la que las voces de los políticos le impulsaban a soltar
improperios varios con los que relajar su angustia; se indignaba con el estado de una cuenta a través de una
aplicación que e hizo efectiva la entidad bancaria y ya no le sorprendía nada,
la cuota de autónomos, los recibos inherentes a la actividad que ahora está
inactiva, los seguros del automóvil que lleva aparcado y cerrado unos días
menos que el establecimiento, la renovación del seguro de hogar, la cuota de
préstamo hipotecario de un piso del que ahora en este tiempo de reclusión
obligada no le quedaba más remedio que disfrutar en cada rincón, cada plaqueta
del baño o la cocina y los cinco metros de pasillo adelante y atrás en el que
quemaba parte de las tabletas de chocolate que devoraba inconscientemente como
consecuencia de una ansiedad irresistible.
La cerveza en los bidones, los
refrescos en las cajas, las neveras repletas y el miedo al mañana era tan
cercano que cerraba los ojos y veía las persianas plegadas; los empleados en
sus hogares dando ánimo y suplicando paciencia expuestos a perder un empleo que
ahora palian con el famoso ERTE que tanto bombo le ha dado el Gobierno pero el
o la protagonista de este cuento real seguía temiendo por la falta de ingresos
de manera constante, el no saber hasta cuando durarían sus ahorros para
afrontar el pago de la hipoteca la dejaba sin aliento, hasta donde llegara el
sentido común que ratificase la coherencia de un mañana mejor se le presentaba
tremendo y crudamente oscuro y las lágrimas salían de muy adentro, rebotando en
unas nerviosas manos y resbalando por entre unos labios que sabían a amargura
al roce de una piel macilenta por la falta de sol que la hidratase lo suficiente.
Los poderes institucionales intentaron
desde el principio de la historia convencer a la ciudadanía de la fortaleza de
la sociedad de la cual nuestra heroína o héroe son parte integrante, especulando
con la llegada de medidas transitorias que ayudasen a sofocar en algo el difícil
momento que los autónomos tras el cerrojazo a sus negocios padecían y todo quedó
en una moratoria de impuestos que les obligaba a pagar cuando las puertas del
negocio abrieran y el sonido de la caja resonase en el establecimiento.
No quisieron propagar una alarma susceptible
de atraer zozobra a la pequeña o mediana empresa, el desconocimiento de como
acabar con el problema de esa atroz pandemia resultó inasumible y
desconcertante ante el hecho de que la
sociedad tardaría en llenar los locales y la recaudación iba a resultar
insuficiente para afrontar los gastos, lo de la moratoria fue sencillamente el
empujón definitivo para que muchas de esas persianas fuesen cerradas para siempre,
los trabajadores y trabajadoras que dependían de esos negocios pasarón de ERTE
a engrosar las listas del INEM y los bares eran lugares deshabitados con sus titulares
formalizando la demanda de desempleo.
Pero a pesar de todo siguió
aplaudiendo a las ocho como todas y todos sí, rabiosamente, como queriendo
aplastar con las manos el aislamiento, deseando que todo esto acabe y volviese
a recibir con agrado a los clientes, con las bromas de siempre, cambiar
inquietudes, hablar de cosas cotidianas mientras atendía displicente el
continuo transitar de mercancías con las que rellenar generosamente expositores
y cámaras frigoríficas.
Suplicó a los cielos, se encomendó
al tan desgastado optimismo confiando en que todo acabase lo más pronto posible
porque si no viniese pronto la solución a tan descorazonador paisaje, las persianas
del establecimiento acabarían cerradas para siempre al igual que los sueños e
ilusiones que en sus entrañas dispuso con ánimo de salir a flote de aquella
crisis vivida hace ya una docena de años.
Hay cuentos que siempre acaban
felices por sus dosis de ficción, en la realidad palpable de una situación
dramática tendremos que buscarle la moraleja para no acabar de malas formas; “la
constancia es la dimensión más grande del ser humano”, persigue sin descanso un
sueño porque hay ocasiones en las que sin sueños la vida sería inasumible.
Este es mi humilde homenaje a todas
y todos los que resisten estoicamente, esas y esos personajes de esta historia
que esperan la llegada del momento que
tanto ansían para volver de nuevo a un mundo que se paró de golpe, dispuestos para
volver a arrancarlo con más fuerza, convencidos de habernos convertido en mejores
personas y con una solidaridad a prueba de cualquier tipo de amenaza que se nos
presente. jasc
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