Dejándome llevar por la memoria sin querer obviar el
paso del tiempo me vienen recuerdos de años pasados en los que nuestros mayores
sacaron de la miseria a muchos de sus descendientes. Era la época de una
recesión económica sufrida por millones de familias a las que el caos
inmobiliario, el rescate a la banca y el desplome del mercado laboral devoró
sin miramientos y sumió en una avalancha de peticiones para adquirir recursos
con los que alimentar a sus congéneres.
Fueron miles de esos abuelos que hoy se marchan sin
poder decirles adiós, con la única compañía de los que lucharon hasta el final
por salvar sus vidas , los que vieron como ángeles vestidos de azul y blanco
que después de expirar, acondicionaron sus pobres cuerpos, espectadores
solidarios que esperaron hasta que vinieran
a recogerlos para depositarlos con respeto en un lugar de descanso eterno que
no estaba preparado aun para recibirlos.
Malvado y fatídico virus que vino a traer el dolor a
los habitantes de un mundo que se siente cansado, agotado de tanta infamia infringida
en su aire, en su tierra y en mares o ríos de lágrimas echados a perder por una
vida malsana.
Aquella generación de intrépidas e intrépidos abuelos
venidos algunos de la vergonzosa guerra que mantuvimos entre hermanos, esos que
lideraron el final de una dictadura, los mismos que dejaron poso para forjar la
democracia en nuestro país se han marchado sin poder hacerles un pequeño
homenaje o darles un abrazo de despedida con el que hacer su última travesía
por el mundo de los vivos.
Habrá ceremonias
sentidas cuando todo esto pase, días de recogimiento en los lugares en los que descansen
sus huesos pero el dolor quedará siempre, el sentimiento de pena por no haber
podido hacer nada nos acompañará en muchas de las ocasiones en las que se
celebren actos que recuerden a estos héroes por una enfermedad que no entendió
de buenos o malos, de villanos o gente honrada, de ricos o pobres pero sí de
dignidad, la que nos enseñaron cuando de pequeños y adolescentes preguntábamos
en celebraciones familiares en las que contaban historias reales que parecían inventadas
y que sin embargo ahora con el estupor de su pérdida, admitimos como la verdad
más grande jamás oída.
Esto habrá un momento en que pase, saldremos temerosos
del protectorado de nuestros hogares durante el tiempo de confinamiento para no
ser contagiados y volveremos a sentir el aire en nuestros rostros o el calor de
los rayos de sol sobre nuestras cabezas; nos iremos poco a poco acostumbrando a
acercarnos unos a otros, a abrazarnos con reparos hasta llegar a besarnos; el mundo
continuará existiendo pero será distinto, ya no estarán con nosotros los que la
vida por nosotros dieron; se habrán marchado de una manera discreta, sin pedir
nada, sin un grito suplicando vernos y al final, levantaron la mano para susurrar
un último os quiero.
Pero no estábamos allí para oírlo porque las normas de
supervivencia nos lo dictaron, la tragedia se habrá multiplicado y una herida
quedará abierta de por vida, nadie tendrá la culpa porque sería improcedente
señalar a quién no sabremos fue culpable de un hecho tan pavoroso.
Solo la salud mental, la consciencia inocente y la
memoria de los más pequeños reportará
beneficio a los adultos, ellos serán el
espejo en el que veremos con nitidez a los que se despidieron entre la bruma de
una oscura pesadilla, un sueño del que nunca despertaremos, una verdad tan
trágica y real como aquellos cuentos que nos contaron después de soplar las
velas de un cumpleaños feliz. Abuelos de todo el mundo que nos hicisteis
felices pidiendo de recompensa una ligera caricia o el leve esbozo de una
sonrisa agradecida D.E.P. jasc / Abril 2020
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