Nos pasamos la vida inmersos en
problemas rutinarios a los que les damos una importancia que no tienen o, por
el contrario, tan solo dependen de una palabra poco extendida como disculpa, lo
siento o perdón. Alocados por la acelerada dimensión virtual lo análogo pasa a
segundo puesto en el escalafón de prioridades y no atendemos a quién tenemos al
lado como sería honesto y necesario para engrandecer la empatía y el
colaboracionismo de la sociedad.
Nunca pensamos en lo triste que
puede resultar para algunos sentirse solos entre grupos de personas,
ninguneados por una mayoría que focaliza todo su esfuerzo en un móvil de última
generación agarrado con ansia, como si fuese el salvavidas que les saque de los
problemas y disminuya la ansiedad del fracaso.
Torpedeamos la dignidad de los
que no conocemos y nos permitimos el placer de criticar sin saber muy bien por
qué, obsesivamente, únicamente por los seguidores de las redes sociales que
cada cual tenga y el dinamismo de unos pocos que tildan a la persona según su
valía a la hora de aparecer en fotografías o videos en nuestros teléfonos, en
WhatsApp, Instagram o Facebook.
Las cosas desagradables las desdeñamos
por defecto porque se ven demasiado lejos de nuestro entorno reconocido;
miramos de soslayo por si acaso alguien traspasa la barrera de nuestras
prioridades y no optamos en ningún caso por dejar un espacio vacío para
rellenar si fuese necesario. La obviedad es incierta en la cotidianeidad y el
resultado siempre pasa por un leve disgusto achacado a la velocidad de nuestros
dedos más allá de la reflexión necesaria antes de presionar la tecla de
compartir.
Siempre en la nube un archivo
especial que no podemos perder porque significa mucho a la hora de enseñar a nuestros
conocidos y festejar con orgullo una foto robada a algún personaje famoso,
algunas veces muestra indudable de que pasamos de largo sobre su veracidad
cuando se trata tan solo de un montaje fotográfico mediante alguna de las
múltiples herramientas tecnológicas de las que disponemos en la actualidad.
Un bonito vestido, unas playeras
de ensueño o un IPhone de última generación tienen como contrasentido una mala
ejecución de actos consumistas que tratan de agudizar una personalidad indefinida.
Siempre ocurre que la envidia sana, como se suele llamar a la envidia
propiamente dicha, es una constante en nuestras vidas y logra hacernos
insensibles hacia aquellas personas que, por su situación económica, su
identidad diferente o su simple manejo de unos gustos poco entendibles a la mayoría,
acaba por traspasar el respeto acercándose al comienzo de la carcajada
pronunciada por el líder y seguida por el resto sin saber muy bien por qué.
Ahora el látigo de la amenaza
sanitaria nos pone a cada cual en nuestro sitio que no es otro que nuestra
propia casa. Aquí todos son iguales, la misma intensidad en la ansiedad y el
desconcierto, la misma proporción en indumentaria, el mismo olor a miedo e idéntica
incertidumbre en nuestra vida.
Ya no importa la marca de
nuestras zapatillas, el móvil de última generación o el precioso vestido que te
pusiste para lucir; el azote es igual, constante, ladino y silencioso, contra
tal amenaza solo nos queda la esperanza en que toda esta pesadilla acabe.
Pero ¿habremos aprendido algo en
esta reclusión de obligado cumplimiento? ¿nos hará ser mejores personas, más solidarias,
detallistas y empáticas con la gente que nos rodea o, por el contrario,
seguiremos siendo proclives a la servidumbre del consumismo y el derroche de
nuestro tiempo en ridículas aptitudes?
Nos queda por delante un tiempo
para recapacitar en silencio sobre como éramos antes de confinarnos en nuestros
hogares, en los fallos cometidos con personas que a pesar de todo nos seguían queriendo
y respetando y en la grandeza del ser humano para cambiar de un plumazo el
liderazgo social de los que más tienen a cambio de la respetabilidad enorme de
los que vivimos para vivir, trabajamos para subsistir e interactuamos para
sentir la cercanía de los demás. jasc
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