domingo, 29 de marzo de 2020

Pensar es de humanos


Nos pasamos la vida inmersos en problemas rutinarios a los que les damos una importancia que no tienen o, por el contrario, tan solo dependen de una palabra poco extendida como disculpa, lo siento o perdón. Alocados por la acelerada dimensión virtual lo análogo pasa a segundo puesto en el escalafón de prioridades y no atendemos a quién tenemos al lado como sería honesto y necesario para engrandecer la empatía y el colaboracionismo de la sociedad.
Nunca pensamos en lo triste que puede resultar para algunos sentirse solos entre grupos de personas, ninguneados por una mayoría que focaliza todo su esfuerzo en un móvil de última generación agarrado con ansia, como si fuese el salvavidas que les saque de los problemas y disminuya la ansiedad del fracaso.
Torpedeamos la dignidad de los que no conocemos y nos permitimos el placer de criticar sin saber muy bien por qué, obsesivamente, únicamente por los seguidores de las redes sociales que cada cual tenga y el dinamismo de unos pocos que tildan a la persona según su valía a la hora de aparecer en fotografías o videos en nuestros teléfonos, en WhatsApp, Instagram o Facebook.
Las cosas desagradables las desdeñamos por defecto porque se ven demasiado lejos de nuestro entorno reconocido; miramos de soslayo por si acaso alguien traspasa la barrera de nuestras prioridades y no optamos en ningún caso por dejar un espacio vacío para rellenar si fuese necesario. La obviedad es incierta en la cotidianeidad y el resultado siempre pasa por un leve disgusto achacado a la velocidad de nuestros dedos más allá de la reflexión necesaria antes de presionar la tecla de compartir.
Siempre en la nube un archivo especial que no podemos perder porque significa mucho a la hora de enseñar a nuestros conocidos y festejar con orgullo una foto robada a algún personaje famoso, algunas veces muestra indudable de que pasamos de largo sobre su veracidad cuando se trata tan solo de un montaje fotográfico mediante alguna de las múltiples herramientas tecnológicas de las que disponemos en la actualidad.
Un bonito vestido, unas playeras de ensueño o un IPhone de última generación tienen como contrasentido una mala ejecución de actos consumistas que tratan de agudizar una personalidad indefinida. Siempre ocurre que la envidia sana, como se suele llamar a la envidia propiamente dicha, es una constante en nuestras vidas y logra hacernos insensibles hacia aquellas personas que, por su situación económica, su identidad diferente o su simple manejo de unos gustos poco entendibles a la mayoría, acaba por traspasar el respeto acercándose al comienzo de la carcajada pronunciada por el líder y seguida por el resto sin saber muy bien por qué.
Ahora el látigo de la amenaza sanitaria nos pone a cada cual en nuestro sitio que no es otro que nuestra propia casa. Aquí todos son iguales, la misma intensidad en la ansiedad y el desconcierto, la misma proporción en indumentaria, el mismo olor a miedo e idéntica incertidumbre en nuestra vida.
Ya no importa la marca de nuestras zapatillas, el móvil de última generación o el precioso vestido que te pusiste para lucir; el azote es igual, constante, ladino y silencioso, contra tal amenaza solo nos queda la esperanza en que toda esta pesadilla acabe.
Pero ¿habremos aprendido algo en esta reclusión de obligado cumplimiento? ¿nos hará ser mejores personas, más solidarias, detallistas y empáticas con la gente que nos rodea o, por el contrario, seguiremos siendo proclives a la servidumbre del consumismo y el derroche de nuestro tiempo en ridículas aptitudes?
Nos queda por delante un tiempo para recapacitar en silencio sobre como éramos antes de confinarnos en nuestros hogares, en los fallos cometidos con personas que a pesar de todo nos seguían queriendo y respetando y en la grandeza del ser humano para cambiar de un plumazo el liderazgo social de los que más tienen a cambio de la respetabilidad enorme de los que vivimos para vivir, trabajamos para subsistir e interactuamos para sentir la cercanía de los demás. jasc

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