Podríamos
catalogar de increíble lo que una palabra consigue construir; formada por
letras es capaz de conseguir eslabones encadenados que nos lleven a una frase
que edifique un verso de tanta altura como la imaginación aguante. Es
potencialmente superior a cualquier otra arma que el hombre construye para
hacerse daño e infinitamente superior a la intención del autor, a la
complicidad del lector o la deriva de su argumento.
Se dice
que el ser humano es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras, como
también se dice que una imagen vale más que miles de ellas; sin embargo, son
los grupos escritos de palabras los que mejor explican el comportamiento de la
sociedad sin necesidad de fotografiar perfiles o escuchar ruidos ajenos. La fortaleza
de la palabra escrita sobrevive al daño que pueda hacer y permanece eterna en
el tiempo impresa en un lecho de tinta, esperando dormida ganarle al olvido.
La joya
más valiosa, jamás superada por diamantes, zafiros, oro o platino es la
escritura; el obrador de palabras se convierte en el artesano de la cultura y
manifiesta una sensibilidad en sus líneas que ningún otro podría hacer con
tanta elegancia. La palabra escrita es una necesidad esencial para la
supervivencia del ser humano convirtiéndose en maná, en vida propia al servicio
de quién pose sus ojos en ella.
El
conocimiento bebe de las palabras escritas, la facultad de reflexionar sobre
teoremas pasados está en su elaboración sobre el papel y el progreso no sería
tal sin la convergencia del estudio de los razonamientos anteriores depositados
en los libros con el añadido actual del avance al que la dinámica social
evoluciona a ritmos agigantados. Jasc/Junio 2019
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