miércoles, 19 de agosto de 2015

Extraña educación en un mundo sobre raíles

Hay cosas en las cuales deberíamos poner nuestro foco de atención; aspectos de la vida cotidiana que según vamos progresando, se van quedando en el olvido por dejadez y un desinterés que nos lleva poco a poco hacía unas maneras de convivencia cercanas a movernos por el espacio del tiempo preocupándonos tan sólo de nosotros. Es así, hablo como andarín paseante por el espacio del tiempo y poseedor de un precavido instinto que me deja sorprendido en ocasiones. El tren se ha convertido en un espacio social interesante para confabular nacionalidades diferentes, idiomas y culturas diversos y su conjugación perfecta con el ciudadano autóctono o foráneo. En ese pequeño mundo el paralelismo entre culturas y la esporádica convivencia que se lleva a cabo a través del recorrido, nos hace espectadores de excepción de un inmenso campo de reacciones al que me atrevería a poner como ejemplo de las malas costumbres. En esta ridícula e insignificante etapa del recorrido en el que se convierte la ida o venida de los viajeros hacía su destino, prevalece el modelo de no querer saber más allá de sus narices lo que ocurre a su alrededor, ni tratar con empatía a algún otro ocupante por este mundo en movimiento para cederle el paso a la hora de sentarse en un asiento aledaño al suyo. Una mirada y el gran modelo de la educación desaparece de un plumazo, la leve sonrisa es una mueca decadente razonada por impulsos apenas reconocidos. La imagen perfecta de la insolidaridad humana se hace tan presente que hasta diría que se mastica en el reducido espacio al que el aire artificial abastece; da igual la edad de quién suba en un andén, del que baje con dificultad o a quién pronosticar un momento de indiferencia en el que ceder el asiento se ha convertido en imprudencia por estar sujeto a él con el adhesivo de la mala educación. Y es que nos convertimos en solidarios la mayoría de las veces por quedar bien en lugar de sentir que otros merecen una suerte mejor que la vida les permita. Hacemos de un donativo un mundo tan grande que llegamos a creernos los seres más bondadosos de la Tierra y no es así; hacemos uso de nuestro derecho a ser solidario por no quedar en mal lugar al ver como el vecino se desprende de unas monedas, nos volvemos solidarios cuando estamos a punto de llegar a nuestro lugar de destino y cedemos el asiento a quién lleva agarrado a una barra del tren para no caer en un frenazo por tener la otra mano ocupada en sujetar un bastón casi todo el trayecto, nos vemos solidarios cuando estamos de vacaciones y al salir de una catedral, museo o recinto, vemos a alguien postrado en las escaleras y nos causa una pena pasajera, teniendo sumo cuidado en dar esa comprometida limosna por si acaso el infierno se acerca y necesitemos unos votos de confianza para evitarlo. No somos solidarios de naturaleza, ya está más que demostrado a lo largo de los años que el ser humano es el animal racional menos afectuoso con el resto de seres humanos que habitan este planeta. Nos movemos por un instinto que es más egoísta que solidario, hacemos de nuestro entorno una fortaleza para que no entren a resguardarse aquellos que pasan frío y soltamos una miserable limosna en raros momentos de nuestra existencia contados con los dedos de una mano poco generosa. Pero hay multitud de razas en nuestro tren, también nos encontramos con culturas provenientes de Europa, sobre todo de países del Este, de América del sur, del Sur y norte de África, sin olvidar el creciente aumento de foráneos asiáticos cada vez más representativos en las calles y centros comerciales unas formas diferentes de ver la vida y que sin poner como excusa su religión, convivimos desde hace décadas con ellos sin que hayan cambiado en demasía las normas de educación que vienen adosadas a su cultura de manera inseparable; unas costumbres arraigadas que en algunos lugares de origen se confirman como cercanas al modo acostumbrado en nuestro país, es decir, de educación lo menos posible y en dosis pequeñas. Los europeos en definitiva son inconstantes; los británicos en grupos reducidos y a horas puntuales se muestran empáticos con el resto de viajeros; los franceses son sumamente educados en el tren que nos transporta por este pequeño recorrido lleno de mundos diferentes; los alemanes son observadores con el entorno y salvo excepciones, llevan el itinerario bien organizado. Sin embargo son los africanos los que mantienen sus costumbres intocables, el tono de voz por encima de lo normal les hace bulliciosos y se contradice con algunas costumbres más aparentemente apocadas como el caso del marroquí ensimismado en sus pensamientos al que no parece importarle el ruido. Bueno, ya he llegado a mi destino, el tren sigue su camino y con él se van muchos de los acompañantes de este viaje. Solo espero que la educación de alguno haya mejorado al comprobar como una chica con su mochila repleta de libros se dispone a echarme una mano para bajar al andén, despidiéndose con un acento indescifrable pero con un tono amable y alegre JASC

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